Adriana

Mi decisión de salir del país fue por la inseguridad. En Venezuela tenía mi casa propia, mi carro. Mi esposo era dueño de una finca con ganado. Él siempre viajaba a Estados Unidos y traía ropa para vender. Con la crisis, la comida se volvió más costosa pero nosotros igual conseguíamos. Yo siempre buscaba alguna cosa para mantenerme. Primero, monté una tienda de ropa, una peluquería y una papelería. Ya después fui viendo que la gente no compraba cosas nuevas, entonces empecé a vender mi ropa usada y abrí una frutería.

Pero una mañana, en el estacionamiento de la casa, encontramos un papel dirigido a mi esposo. Era una amenaza de un grupo organizado que supuestamente velaba por nuestro bienestar, que veía que nuestros negocios eran fructíferos y que quería el pago de una vacuna. Fue horrible, mi bebé tenía nueves meses en ese tiempo. Llamaron por teléfono en la noche, yo atendí la llamada. Fue lo peor que hice porque el terror con el que me hablaron, me marcó. “No señora, si usted no nos da lo que le estamos pidiendo entonces cuando nos llevemos a uno de sus hijos…” Nos tuvimos que ir de la casa recién comprada porque yo no quería estar ahí. No podía caminar, todos los nervios se me reflejaban en el estómago. Tenía miedo que secuestraran a los niños porque había escuchado que a otros comerciantes les pasaba eso sino pagaban la vacuna. Después de cinco meses, mis hermanos me convencieron de regresar a la casa.

Yo me entregué a Dios, tenía mucha Fe y quería hacer cosas para agradarle, entonces comencé a congregarme en una iglesia cristiana. Ahí me fortalecí y los miedos se fueron. La crisis se empezó a sentir con más intensidad y se me ocurrió poner en la iglesia un comedor para los niños. No había recursos suficientes pero todos teníamos un negocio y los comerciantes nos conocían. El medio día era sagrado para mí: yo cerraba el negocio y me iba al comedor a darles el almuerzo a los niños, a jugar con ellos, a explicarles que no tenían que hacer cosas que no quisieran. Todo esto me ayudaba a olvidar lo que pasaba en mi entorno.

Después de la amenaza, mi esposo cambió muchísimo y tuvimos una ruptura. Antes de eso, antes de quedarme embarazada, mi vida con él fue muy especial. Él tiene 54 años y por eso estaba muy feliz con el embarazo de la niña, pero él cambió. No sé si fue el embarazo, si estaba acostumbrado a que todo el tiempo yo estuviera arregladita como una Barbie, pero cambió mucho. Me enteré que el salía con otras mujeres. Yo estaba como paranoica, no creía, no confiaba en nadie. Yo me paraba tempranito, llevaba a los niños al colegio, me iba al local; mi día era trabajar, trabajar y trabajar. Mi esposo empezó a ir a la iglesia pero yo ya le había pedido que se fuera de la casa. Se fue y alquiló una pieza pero nunca se desprendió de nosotros, iba a buscar a la niña al colegio, cocinaba, hacía el mercado. Yo pienso que ese año que duramos separados, fortaleció nuestro cariño aunque no compartimos como pareja.

Pasaron varios meses, yo seguí trabajando pero me deprimía muchísimo. No me faltaba la comida, pero no eres tu nada más, es tu familia, tu mamá, tus hermanos y vecinos. Yo pienso que si no salía de Venezuela me iba a enfermar porque vivía llorando. Mucha gente hacía colas gigantes porque no tenía para comprar, mientras otras personas compraban a un precio y después vendían al triple. Por eso, yo pienso que es la inhumanidad la que ha llevado al país a la crisis. Es verdad que el gobierno tiene una buena parte de la culpa, pero la propia gente también ha contribuido. Eso es lo que más duele.

Él decidió irse para Estados Unidos, se fue con el ultimo par de zapatos buenos. Yo me puse mal porque yo no tenía visa y los niños tampoco, dije quien sabe si lo vuelvo a ver. Él se fue un día miércoles. Llevó todo otra vez a la casa, estuvo con nosotros y se fue con ciento un dólares. Le prestaron para el pasaje, no tenía ni para el pasaje. No pasó una semana y empezó a girarme dinero.

Al poco tiempo de que fue mi esposo, intentaron amenazarme otra vez. Era un muchacho que andaba pidiendo vacuna a los comerciantes. En otro tiempo me hubieran temblado las piernas, pero sin miedo le dije, yo no tengo dinero, trabajo para vivir, tengo una familia, haga lo que quiera y déjeme de molestar. Después de este incidente, decidí salir de Venezuela.

Nos venimos en autobús porque el avión era más costoso. Viajé con los dos niños y una maleta con ropa de ellos y cositas para vender. También metí en la maleta los trajes de payaso que utilizaba para animar a los niños en la iglesia. Mi prima me recibió y enseguida mi marido me mandó para alquilar una casa amoblada en la Gasca.

Mi esposo está lejos pero yo le pido a Dios que nos podamos reunir pronto. Yo le dije que Estados Unidos no es el único país, que podemos estar juntos en cualquier otro lugar. Pero pasaron tantas cosas y él no quiere moverse. Me dice que debo tener fe, que tengo que sacar mis papeles para ver si me niegan la visa, que por ahora no me rinda. Me he mantenido aquí tanto tiempo con la esperanza de sacar la visa para ir para allá, pero es difícil. Él pidió asilo y su hijo que es americano, cumple 18 años en dos años. Para mí no hay hombre como él. Siento que me ha amado incondicionalmente, que siempre se ha preocupado por mí, por mis hijos; yo le adoro. Él ve todo como si estuviéramos allá, ya les compró la cama a los niños y ya tienen un cuarto para ellos en el departamento donde vive. Mi hija extraña muchísimo a su papá. Él no es muy joven pero yo quiero que los años que le quedan o me quedan, los compartamos juntos.

Yo aquí me siento bien pero no es lo mismo porque no conozco a nadie. Es más difícil que me den una oportunidad, entonces estoy a la espera. No me siento muy feliz, en realidad estoy mal. A veces me provoca irme, pero recuerdo por qué vine y que las cosas ahora están más difíciles en Venezuela. A veces siento el rechazo de las personas, una humillación a la que no he estoy acostumbrada y que me pega fuerte. Mi mamá me hace una falta increíble.