Manuel

En Venezuela hace cuatro años era un estudiante de Diseño Gráfico, intentando redactar los capítulos de una tesis sobre la adicción al teléfono móvil mientras escuchaba los gritos en el estacionamiento, “No lo maten”, “Váyanse”, “Hey, ahí vienen pilas”. Eran las frases que se escuchaban y que significaban que la guardia había llegado lanzando de nuevo bombas lacrimógenas y disparando.

Podía ser en la mañana, en la hora de almuerzo, en la tarde, pero en la noche era peor porque solo podías intentar protegerte con tu familia apagando las luces y esperando que las puertas cerradas fuesen suficientes para sostener la fuerza de la guardia y los rumores de los ciudadanos malandros que están a favor del gobierno.

Mi familia -mi madre y mi hermano-, que una mañana fue a marchar y a cantar el himno nacional frente a la guardia como protesta, fue disparada. En un video quedó grabado el momento en que ellos intentan huir de ese amedrentamiento junto a otros venezolanos.

¿Mi madre? Una feliz madre soltera que desde que tengo uso de razón pudo levantarnos en Caracas con la austeridad de lo necesario, y con el apoyo de buenas amigas en una ciudad conocida como la selva de cemento; y luego en Maracaibo, con el apoyo de mi abuelo quien falleció gracias a Dios, por causas naturales y no por las penurias que esta dictadura ha hecho padecer a la tercera edad.

¿Mi hermano? Un estudiante de medicina quien hasta último momento intentó salvar a los pacientes con lo que hubiese en el entorno, y por entorno me refiero a un refresco dulce como suero por la falta de insumos necesarios para que el derecho a la salud no sea un privilegio.

¿Yo? Hasta hace poco fundador y facilitador de autodesarrollo en la Universidad del Zulia, reportero estudiantil, escritor del libro Soy Humano, y emprendedor de una iniciativa en la que comencé creyendo que los estudiantes solo necesitaban leer más, pero descubrí que necesitan aprender a escribir y leer aun siendo adolescentes, por tener un padre que vende sus cosas para beber o una madre que sobrevive buscando plástico en la basura. También debido a una política que cada año pedía a los votantes creer en la promesa del futuro mientras las escuelas – que son el verdadero futuro- estaban en abandono, demostrando así que no es cuestión de voto sino de conciencia.

En este proyecto coincidí con un alumno al que vi con su madre buscando cosas en la basura, seguramente pensando que solo eso es la vida, y una semana después lo vi graduándose. Este chico, al igual que mi hermano, tenía dos trabajos, y el mismo dilema de muchos: estudio o como, y en el caso de los inmigrantes, como o abrazo a mi familia.

Hoy tengo la paz que nunca tuve. Hoy sigo comprando pan, pero sabiendo que hay opciones que en algún momento cuando consiga trabajo podré probar. Hoy salgo por la mañana y me encuentro con un sistema de transporte al que no tendré que perseguir para ser un pasajero y me evitará caminar largas distancias porque en Venezuela ya no había transporte, ni comida, ni medicinas. Le doy gracias a Dios por haberme podido operar y que mi reposo no estuviese colmado por los apagones de luz que se sucedieron. Pero aún estando bien, piensas constantemente en los que les llegó su hora y no pueden detenerla por vivir en un país dictatorial.

La historia nos enseñó que solo las cámaras de gas son un genocidio, pero desde el mismo momento en que no puedes decidir hay un genocidio, y se agota la existencia de cada uno de los ciudadanos que están aprendiendo alguna lección con todo esto.

Recuerdo entender la xenofobia que existe cuando sentí envidia, impotencia y frustración al ver a un colombiano decidiendo cual colchón comprar para dormir, mientras yo esa noche – como ya se volvía costumbre- no sabía si comería o cómo tragaría lo mismo del almuerzo y el desayuno. Pero sé que estos sentimientos nunca me hubiesen hecho avanzar hasta encontrar la paz, que es algo que subestimamos. Cualquiera pensaría que como inmigrantes solamente queremos adquirir lujos, pero lo primero que tenemos apenas pisamos un suelo distinto es la tranquilidad, sobre todo de saber que no le pondrán un precio a tu vida.

Recuerdo haber sido perseguido por dos tipos en una moto hasta llegar a mi casa, donde tiempo después me enteré que me habían apuntado. Estaba frente a mi madre que no pudo abrir la puerta y solo gritaba que me dejaran. Siempre estaré agradecido de que a ella no le quedara ese último recuerdo de mí. Prefiero que el último recuerdo por ahora, sea el de haberme visto cruzando la puerta de migración hacia la única oportunidad de estar bien y poder ayudarlos a encontrar el bienestar que merecen.

La vida se interrumpe en ese momento y al llegar los sonidos, los olores, los rostros, las calles y la dinámica no son familiares. Los colores y las flores me recuerdan siempre que sigo en Latinoamérica y la sencillez del esmeraldeño me recuerda a mi gente de Venezuela. Pero rara vez veo esmeraldeños y en su lugar frecuentemente veo personas que demuestran una apatía y un distanciamiento a mi persona. Yo sé que estos tratos no definen al país, a la sonrisa, la amabilidad y la ternura del ecuatoriano, que se asemeja a su paisaje.

Recuerdo una mañana en la que salía de la Ecovia y otro extranjero preguntó en inglés por una dirección. Desde que llegué no había visto tantos quiteños detenerse a ayudar y preocuparse por alguien. A veces pienso que hay personas incapaces de percibir su entorno, que dan la sensación de que solo necesitan del dinero para respirar.

Días después una joven ecuatoriana en el supermercado no solo me ayuda a encontrar un jabón sino que me cuenta las anécdotas de su familia campesina; una anciana indígena me sonríe; una ecuatoriana está pendiente de ayudarme a bajar en la parada que corresponde; un señor habla bien de Venezuela y dos ancianas ríen conmigo, mientras me brindan un suspiro y una de ella dice “espero que al ir allá me traten así”.

También recuerdo a una anciana en el camino a Ipiales que me cuidó y conversó conmigo. Me puso su humilde casa a la orden y me pidió que cuando estuviera bien, educara a sus nietos a través de clases. Ella creía en mi tanto como creo yo en las virtudes de un Ecuador que puede enseñarle algo Venezuela y aprender también de su vecino país.

Siempre estaré agradecido con Ecuador porque me proveyó de un plato de comida después de haber vivido por primera vez, un dolor de estomago por una sola comida al día.

Tengo muchas anécdotas que contar y he aprendido muchas cosas hasta ahora. El estrés constante de pensar en lo que digo para no ofender a nadie, no sé si cuenta pero es parte de mis nuevos hábitos. Como inmigrante, quiero dejar en Ecuador muchos de mis talentos y lograr que la educación deje de ser un privilegio de pocos y todos puedan postularse a trabajos en los que los jefes dejen la viveza de contratar al que puedan pagar menos, dando como resultado la frase “los venezolanos vienen a quitarnos trabajo”. No, los venezolanos solo queremos vivir como seres humanos y unidos podemos hacer que los políticos entiendan lo que esto significa.